martes, 18 de septiembre de 2012

Adela vuelve al pueblo.


El coche recorría la carretera a media mañana. Adela lo conducía despreocupada, tamborileando sus uñas pintadas con esmalte transparente contra el volante, al ritmo de la canción que sonaba en la radio. Un día soleado y el buen humor, hacían que no le importase haber tenido que madrugar más de lo habitual ese fin de semana, para poder volver al pueblo en el que había pasado tantos veranos durante su infancia y que tantos años hacía que no había vuelto a pisar. Miró el reloj digital del salpicadero a través de sus grandes gafas de sol. Según sus cálculos, no debía quedarle mucho más de media hora para llegar.

Llevaba puesto un cómodo vestido de algodón, bastante escotado. Por muy fresco que le había parecido antes de salir de casa, agradecía no haberse tapado más, ya que las gotas de sudor, resbalaban desde el cuello hasta su pecho bronceado. Sus muslos, igualmente atezados, también quedaban a la vista, siendo cálidamente acariciados por el sol, mientras conducía.

Al poco rato, pudo distinguir la figura de un hombre que hacía autostop en el margen de la carretera. El optimismo que le invadía, la hizo sentirse altruista y pensó en parar para recogerlo. Siempre había querido recoger a un autoestopista y ese día parecía el más indicado.

Detuvo el coche en el arcén, a pocos metros de donde él se encontraba. Lo vio acercarse por el retrovisor, acelerando el paso. Se trataba de un chico alto, de casi treinta años y de complexión fuerte. Tenía el cabello castaño con flequillo y una barba descuidada de unos cuantos días.
Vestía camisa blanca a medio abrochar dejando ver algo de vello y unos pantalones cortos tejanos. No tenía pinta de ser ningún tipo de acosador sexual.

–Más bien la clase de chico que te hace ojitos al otro lado de la barra del bar… –pensó tranquilizada Adela.

Este se asomó a la ventanilla del copiloto y, esbozando una gran sonrisa blanca, le agradeció que hubiese parado a recogerle.  Ella le preguntó a dónde se dirigía. Al responderle el nombre del pueblo, Adela se rió nerviosa y le dijo que precisamente iba hacia allí.

Se subió sin vacilar, cerró la puerta con energía y se abrochó el cinturón. Al arrancar el coche, Adela no tenía muy claro el protocolo en estos casos, así que empezó presentándose a su copiloto. Él le respondió que se llamaba Álvaro y que vivía en ese pueblo. De repente, al fijarse en las facciones del rostro de él, Adela abrió la boca de golpe y se sorprendió al darse cuenta de quién se trataba.

–¡Pero Álvaro! ¡Joder, qué sorpresa! –gritó de asombro.

 –¿Ya me has reconocido por fin? Sí, Álvaro, el hermano pequeño de Joaquín. Pensé que no te ibas a dar cuenta hasta que llegásemos al pueblo.

Estallaron en risas los dos, haciendo que toda la tensión que sentía Adela por compartir coche con un desconocido se esfumase.

No tardaron en ponerse al día contándose qué había sido de su vida después de tantos años sin haberse visto.

Álvaro, el niño pequeño y delgaducho que siempre perseguía a su hermano mayor Joaquín y a su pandilla, cuando estos ya pensaban más en salir por la noche y beber a escondidas de sus padres, en lugar de jugar a la pelota o montar en bici.
Adela recordaba ahora con nostalgia esos veranos de su adolescencia. Recordaba también a Joaquín, el chulito del grupo, con el que mejor se lo pasaba. El que le enseñó a fumar el tabaco que le robaba a su padre. Lástima que muchas veces, la incomodidad de tener que cargar con su hermano pequeño, Álvaro, hacía que tuviese que estar más pendiente de él que de Adela.

Comenzaron a rememorar viejas anécdotas en el coche. La mayoría de estas, trataban de las travesuras que el pequeño Álvaro, perpetraba contra su hermano mayor y sus amigos.

–¡Que cabrón y que cansino llegabas a ser, por Dios! –se reía Adela mientras escuchaba aquellas batallitas.

–¿Te acuerdas de aquella vez que os pillé a mi hermano y a ti, detrás de la ermita vieja? ¡Menudo susto os di esa noche! –rió desvergonzado Álvaro, mirando como ella se enrojecía de la vergüenza.

–¿La ermita vieja? ¿Esa ermita en ruinas que está en la entrada del pueblo?

De golpe, los recuerdos de aquella noche de verano volvieron a la mente de Adela.

Ella no tenía más de dieciséis años, y Joaquín uno más que ella.
Esa noche, como tantas otras, habían conseguido agenciarse junto con los otros chicos de la cuadrilla, unas botellas de vino que mezclaban con coca-cola en una garrafa.
Estuvieron bebiendo, riendo y cantando en la plaza del ayuntamiento hasta que poco a poco los amigos comenzaron a irse a sus casas, algunos más perjudicados que otros.
Joaquín mandó a su hermano Álvaro a casa de forma airada para que dejase de incordiar, amenazándolo con pegarle si no hacía caso.

Una vez solos, Adela se encontraba un poco bebida, con los ojos vidriosos y las mejillas de un tono rosado intenso. Joaquín la rodeó con el brazo y le dijo que la acompañaría a casa. Caminaban por las calles de adoquines, intentando no hacer ruido para que ninguna vecina se enterase de que hacían ellos dos paseando entre risas a esas horas de la madrugada, sin el permiso de sus padres.

Adela notó que Joaquín la llevaba hacia la ermita vieja, no muy lejos de ahí. Cuando ella empezó a preguntar, él la tranquilizó diciendo que era mejor idea ir a un sitio para estar tranquilos y bajar la borrachera.

No tardaron en llegar a la ermita. Se trataba de unas ruinas de piedra rodeadas por cipreses. Alejada de las farolas del pueblo, se iluminaba simplemente con las estrellas y la luna de aquella noche.
Se acomodaron en la parte trasera, sentados sobre la hierba fresca apoyados contra la tapia. Él se sacó del bolsillo del pantalón su paquete de tabaco y le ofreció uno a Adela. Fumaron en silencio, mirando el cielo negro azulado, lleno de puntitos luminosos. Ella se sentía nerviosa, sin saber que decir, y aunque siempre se pasaban horas hablando, no conseguían en ese momento decirse nada.

Justo cuando ella abrió la boca para romper el silencio, Joaquín se lanzó hacia su boca con más ansia que experiencia. Adela sintió como un calor en el estomago la abrasaba y contestó con el mismo ímpetu, abriendo la boca y probando la de él.
Los dos se dejaron caer sobre el césped, desnudándose de forma apresurada y torpe. Las manos de Joaquín palpaban con ganas sus muslos temblorosos. Adela le quitó la camiseta. Harta ya de besarlo, comenzó a morderle el cuello afanosamente, oyendo los pequeños gemidos que soltaba Joaquín. De ahí, pasó a su torso. Comenzó a pasar la lengua por el pecho casi imberbe de él como si quisiese pintarlo con un pincel húmedo y suave.
Adela no dejaba de refrotarse contra los tejanos de Joaquín, y debajo del vestido, sus bragas estaban ya empapadas, humedeciendo así el bulto del chico. Él no podía hacer otra cosa que dejarse arrastrar por la fiera que había despertado.

Ella se sentó sobre sus talones, apoyando todo el peso en el paquete de Joaquín, y se bajó los tirantes del vestido y del sujetador a la vez. Agarró sus manos y se las pegó a sus pechos firmes y duros.

–¿Te gustan? –dijo con malicia.

Ella apretaba fuerte las manos del chico, para que no los soltase.

–Me gustan mucho –respondió Joaquín totalmente entregado.

–Sé que te gustan cabrón, sé que me miras el escote siempre que puedes –se rió y a continuación, Adela, le soltó un bofetón bien sonoro.

–Te encantan mis tetas, hijo de puta, sé que has estado matándote a pajas todos estos días desde que me viste el primer día de verano.

Joaquín abrió los ojos, tan incrédulo como excitado. Estaba intimidado por ella,  que le tenía tendido en el suelo, esclavizado. Se sentía a merced de una niña que se había transformado en loba.

Ella continuaba hundiéndose y refrotándose. Podía notar la dureza de su polla, pegándose en su coño empapado. Quizá le estaba haciendo un poco de daño por los gemidos que él soltaba, pero eso le daba igual. La sensación era parecida a cuando ella se refrotaba con la almohada de su cama, pero ese calor que desprendía y su dureza, le daba una sensación única que no quería parar de experimentar. Se inclinó sobre él, dejando su cara a unos palmos de la suya.

–Abre la boca o te calzo otra hostia –ordenó con firmeza.

–¿Qué te pasa? –dijo asustado Joaquín.

–Shhh… Que no hables, solo abre la boca.

Adela se inclinó un poco más y consiguió quitarse las empapadas bragas que tanto le estaban molestando.

–Abre la boca –volvió a exigir muy seria.

Y de golpe se las metió en la boca a Joaquín.

–¿Te gusta como saben? ¿A que nunca habías probado nada igual? –el chico, rendido ante ella, no pudo más que volver a gemir.

–Sé que te gusta, ahora te la noto todavía más dura, cabrón.

Aprovechó entonces para quitarse del todo el vestido, quedándose así desnuda, con la piel tersa y sudada brillando bajo la luna, cabalgando al chico que no dejaba de amasarle los pechos y gemir de forma ahogada. Adelantó entonces sus caderas y comenzó a refrotar su culo. Conseguía que el pliegue de tela de la bragueta  de Joaquín se metiese entre sus nalgas, sintiendo el duro tejido refrotándose en su ano. De esta forma, más avanzada hacia él, tenía a la vista su pubis poco poblado, para masturbarse con libertad.

Joaquín parecía dejarse hacer, tanto por miedo a contradecirla como por el placer que sentía notando el culo de Adela apretando su polla sin descanso. Las pobres fantasías que había ideado en su cabeza, palidecían ante lo que esa chica le estaba obligando a hacer.

Mientras Adela seguía frotándose con una mano entre los labios de su coño, soltó la que todavía agarraba la mano de Joaquín.
Se la acercó a la boca y le lamió los dedos.

–Ahora me los vas a meter en el coño, poco a poco. Hazlo bien o ya sabes lo que te espera.

Adela echó la cabeza hacia atrás, sin detener el vaivén de su culo, y frotándose el clítoris, encaminó la mano de él hasta la entrada de su coño.

–Con cuidado, comienza a meterlos despacio. Así, muévelos un poco dentro de mí –ordenaba exactamente los movimientos que quería de su presa, indicando el grado de fuerza, la penetración y la oscilación de esos dedos que la follaban poco a poco.

Sentía como le abrasaba el calor dentro de ella. Y como los dedos cada vez conseguían meterse mejor y más adentro.

–Ahora empújalos más. Dame más fuerte.

Ella también aceleraba la cabalgada de su culo contra la polla atrapada en sus pantalones y se frotaba con más ahínco el clítoris. Justo en ese momento, con los dedos de Joaquín dentro de ella hasta los nudillos, una bomba de calor explotó subiendo hasta el estómago.
Revolviéndose encima de él, no tardó ni dos segundos en sentir que la mano que tenía apoyada en el clítoris le diese una sacudida eléctrica que le hizo chillar atronando el cielo. Rezó para que el corazón no se le escapase por la boca. Se apartó un mechón de pelo sudado de la cara, haciendo que el olor a sexo que impregnaba su mano la embriagase.

Se desplomó sobre el pecho de Joaquín, despreocupada por todo, desnuda y temblorosa. Este se quitó por fin la improvisada mordaza de encaje que le había obligado a ponerse en la boca, pudiendo así también respirar aliviado.

–Creo que yo también me he corrido –dijo él tímidamente, todavía asustado por las dotes de ama perversa de Adela.

Comenzando a recuperar el resuello, ella le contestó:

–Sinceramente… Me importa una mierda. Me trajiste para echarme el típico polvo de paleto que le debes echar a todas esas guarras que viven aquí el resto del año. No te lo tomes a mal, me pareces un chico muy majo, y me gustas, pero no voy a perder la virginidad contigo.

–¡¿Eres virgen?! ¡¿Y dónde has aprendido tú todo esto?! –gritó asustado Joaquín.

–Ya sabes que mi primo es proyeccionista en un cine de Madrid. Él y sus amigos suelen ver películas guarras a escondidas. A veces me gusta colarme en la sala sin que me vean, mientras ellos se quedan en la cabina de proyección. Se sacan buenas ideas viendo esas pelis. Me encanta masturbarme a solas en ese cine grande con butacas aterciopeladas, todo a oscuras y con el volumen retumbando en la sala.

–¡¿Tú te tocas!? –preguntó incrédulo.

–Cómo sois los de pueblo… –le respondió besándole en la boca, esta vez de forma tierna.

Adela le sacó el paquete de tabaco de los maltrechos y manchados pantalones a Joaquín y se encendió un cigarro. Le tiró el paquete contra el pecho y recogió el vestido y el sujetador.

De repente, oyeron unos disparos de escopeta cerca de ellos. Se les heló la sangre de golpe.

Una voz firme atronó desde delante de la ermita vieja:

–¡Alto a la Guardia Civil!

A los dos les faltó tiempo para salir corriendo, sin mirar atrás y a medio vestir. Adela recordaba el miedo que pasó en ese momento y que casi se torció un tobillo corriendo campo a través. Sintió más temor por ser detenida y llevada de esa guisa hasta su casa por un picoleto, que de recibir un perdigonazo de escopeta.

Acabó llegando al portal de su casa al amanecer. Despeinada, con el vestido arrugado y sucio, y las zapatillas llenas de barro. Por supuesto, antes de poder meter la llave en la cerradura, su madre abrió la puerta de golpe, por sorpresa, metiéndola en casa sin que hiciera ruido para no despertar a su padre. Poco le importó la bronca entre susurros que le profería acompañándola hasta su habitación.

Una vez tumbada en la cama, se dio cuenta que había perdido las bragas.

–Por suerte no son de las que llevan mi nombre bordado, no hay muchas ‘Adelas’ en este pueblo –pensó, momentos antes de quedarse dormida.

De nuevo, en el coche, junto a Álvaro, el hermano pequeño de Joaquín, Adela no necesitó sumar dos más dos.

–¡Cabronazo! ¡Fuiste tú quien nos asustó aquella noche! La madre que te parió, casi me mato corriendo por el campo… –le acusó, pegándole puñetazos en el brazo. Estaba visiblemente enfadada.

Álvaro no podía parar de reírse ante el asombro de ella.

–Joder, como corríais, parecíais conejos… No me fui directamente a casa aquella noche, a medio camino, imaginé que mi hermano quería llevarte a la ermita vieja, ya lo había hecho antes con alguna. Cuando llegué, vi unas sombras y ya supe que erais vosotros. Saqué unos petardos del bolsillo y os los tiré cerca. ¡Vaya saltos pegasteis!

–¿Qué viste exactamente aquella noche? –preguntó Adela, molesta.

–Nada, si además no se lo conté a nadie, si se llega a enterar mi padre que jugaba con petardos, me hubiese dado una paliza –confesó Álvaro para tranquilizarla. 

En ese momento estaban entrando al pueblo con el coche cuando pasaron frente a la ermita vieja. Rememorar esa historia casi olvidada, había excitado a Adela sin darse cuenta, de una forma increíble. Le animó la idea de probar algo parecido.
Aparcó el coche en el arcén, para sorpresa de Álvaro, que le preguntó por qué se paraba.

 –Quiero enseñarte una cosa –le dijo ella, con media sonrisa en la boca.

Cruzaron con cuidado la carretera y caminaron unos pocos metros hasta la ermita. Adela volvió a ver de cerca esa antigua construcción, no parecía mucho más vieja que la última vez, las piedras seguían en su sitio. Después todo ese tiempo y a la luz del día, todo parecía seguir siendo igual.

Llevó a Álvaro a la parte trasera. Él se sentía extrañado, todavía no sabía qué se proponía con ese arranque de nostalgia. Adela lo apoyó contra la tapia y le miró a los ojos.

–¿Así que no viste nada aquella noche?

Adela le agarró con firmeza de la nuca y lo besó sin vacilar. Él se dejó hacer durante un rato, mientras ella, tomando la iniciativa, le rompió los botones de la camisa para abrírsela de golpe y así acariciar su bien torneado pecho.
Él se apartó de golpe, sorprendido.

–No está bien esto que estamos haciendo, mi novia me está esperando en casa de mis padres para comer, ¿cómo le explico lo de la camisa?

Adela hizo caso omiso de su queja y volvió a besarlo. La lengua recorría toda su boca mientras su mano cogía un mechón del pelo de su pecho. Lo enredó entre sus dedos y lo arrancó con fuerza. Álvaro volvió a separarse de la boca de ella para quejarse por el daño.

–No te quejes, que no duele tanto –respondió ella con sorna.

Adela comenzó a desabrocharle el cinturón de cuero que llevaba Álvaro y se lo quitó hábilmente de un tirón. Le rodeó el cuello con él como si fuese la correa de un perro y sujetándolo con firmeza, se ayudó de la otra mano para abrirle los botones del pantalón corto. Metió la mano dentro. Notó en la palma de su mano el tacto suave y caliente de los calzoncillos. Una abultada y alargada forma se notaba a través de estos y se los acabó de bajar completamente.

Se agachó hasta tener delante de sus labios una portentosa verga bien dura. Sin soltar en ningún momento el cinturón que apretaba el cuello de Álvaro, agarró con la otra mano la polla. Retiró la piel que rodeaba el glande y una vez a la vista, se metió la punta en la boca sin miramientos. Chupó con fruición el capullo, sin descuidar una paja lenta y rítmica que hacía que a Álvaro, le temblasen las rodillas. A continuación, levantó el pene y lo barnizó a lengüetazos desde el frenillo hasta la base, para después meterse en la boca por completo los huevos, acariciándolos con la lengua y los labios. Paró de masturbarlo y se sacó los cojones de la boca con un sonoro chasquido. Le miraba desafiante desde abajo. Él tenía los ojos cerrados y no dejaba de resoplar. Un hilo de saliva caía de la barbilla hasta sus pechos. Lo había sobreexcitado, pero no quería que se corriese aún.

Se levantó entonces y dejó caer los finos tirantes del vestido de algodón de sus hombros, tirándolo al suelo.

–Se me han manchado las tetas de saliva, límpialas –exigió, estirando de la correa a su dócil perro para encaminarlo hasta su pecho.

Muy atento, Álvaro se preocupó de lamerle la saliva, primero de la barbilla de Adela y después de la parte alta del pecho. Luego bajó hasta el canalillo y hundió ahí su lengua.
Cuando este quiso utilizar las manos para ayudarse mejor, Adela le castigó tirando del cinturón, apretándoselo más.

–No me has pedido permiso para usar las manos.

–Es que tienes unas tetas geniales, déjame que te las toque, anda… –rogó Álvaro.

–Chúpame bien los pezones y cógelas con firmeza –permitió generosa.

El chico se entregó a sus pechos, haciendo girar la punta de su lengua contra una aureola mientras acariciaba el pezón de la otra teta, para luego intercambiar posiciones. Amasaba esa carne turgente con devoción. Adela llegó a pensar que la novia de Álvaro debía ser algo planita para que se pusiese así con ella.

Ese masaje hecho con la boca y las manos, la estaba volviendo loca. Había decidido darle un respiro y dejó de estirarle del cinturón que seguía ceñido a su cuello. Decidió emplear sus manos para masturbarse a sí misma ya que no podía seguir aguantando más.
De la misma forma, comenzó a jugar con la polla de Álvaro. Le apretaba el glande para hacer que se sobresaltara y que así le mordiese los pezones o bien le pajeaba un rato para luego parar de golpe y dejarlo con más ganas.

No quiso alargar más ese juego y le estiró de nuevo de la correa para separarle de los pechos, que se los había dejado cubiertos de saliva. Le recostó contra la tapia y le dio la espalda. Separó las piernas y pegó su culo contra la polla de Álvaro. Le estiró con fuerza del cinturón haciendo que el torso desnudo de él se reclinase contra su espalda.

–Fóllame como si fueras un perro –dijo con violencia.

Pegado a su lomo, Álvaro volvió a obedecer y la agarró de los pechos. Sin miramientos, se la metió de golpe, toda entera, haciendo que Adela gritase.
El chico no se contuvo y tal como le había mandado ella, bombeaba con fuerza haciendo que la cadera palmease contra su culo de forma sonora.
Adela sentía una barra de carne caliente llenándola por dentro que se estrellaba contra el cuello del útero. Gritaba de placer intentando discernir mentalmente cuál de los dos hermanos debía tener la polla más grande. Aunque claro, no había comparación entre refrotarse con el bulto de un crío de diecisiete años y notar toda esa columna metiéndose con fuerza.

Jadeaba con energía, sintiendo que el flujo chorreaba por sus muslos. No tardó en sentir cómo poco a poco, una sensación ardiente le invadía. Los músculos de su vagina se contrajeron de forma salvaje atrapando el pene de Álvaro hasta que consiguió correrse de pleno. Chilló y se sintió liberada al hacerlo en ese campo verde y deshabitado sin que nadie les pudiese oír.
Le pidió que parase y que se la sacara poco a poco.

–No te preocupes que no me voy a descuidar de ti –le tranquilizó con voz suave.

Colocó a Álvaro en el suelo boca arriba y a continuación  se tumbó encima de él. Se metió poco a poco la polla a punto de estallar, saboreando el flujo que aún llevaba impregnado. No tuvo que chupar demasiadas veces hasta que el glande chorreó a borbotones una leche espesa y caliente que le llenó la boca.  Escupió con delicadeza el semen de Álvaro sobre el capullo palpitante y enrojecido y se lo restregó con la boca por toda la polla.

Se quedaron tumbados jadeando casi un minuto cuando Adela dijo:

–Nos hemos puesto perdidos, voy al coche a por toallitas húmedas. De paso traeré el tabaco, me apetece un cigarrillo. Quédate descansando, te lo has ganado.

Se levantó con cuidado mientras Álvaro seguía tumbado sin poder moverse, con los ojos cerrados.

Él se sobresaltó al escuchar el ruido del motor al arrancar. Se levantó desnudo y rodeó la ermita vieja, viendo como Adela ya vestida y dentro del coche estaba fumando y dando gas a su coche.

–Espera, voy a por la ropa, no te vayas –le gritó a ella.

–Tranquilo, tengo aquí tus calzoncillos tu camisa y tu pantalón para que no se ensucien –enseñándole por la ventanilla una bola de ropa. Acto seguido, Adela arrancó el coche.

–¡Eso para que vayas jodiendo con petardos, crío de los cojones! –gritó ella a modo de despedida, dejando a Álvaro desnudo en medio de la carretera.

El coche llegaba ya al pueblo, más tarde de lo que Adela tenía previsto, pero satisfecha en más de una forma. Hasta que un pensamiento le hizo bajar de su nube.

–¡Joder! Me he vuelto a olvidar las bragas en esa ermita.

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