El enérgico frotamiento que mantenía contra esa persistente mancha en el suelo, provocaba un vaivén de su cabeza haciendo que la trenza que sujetaba su pelo cayese por delante del hombro. Los pechos de Raquel se bamboleaban debajo de su bata de trabajo y comenzaban a dolerle las rodillas de tenerlas clavadas sobre las baldosas.
Tenía la cara a escasos centímetros de la taza del váter y no quería darse por vencida con esa maldita mancha de tan difícil acceso en el último cubículo que le quedaba por limpiar.
Le encantaba notar el tacto de los guantes de látex cubriéndole sus manos jóvenes y cuidadas. Poco a poco se iba encontrando más satisfecha a medida que la rebelde mancha desaparecía del suelo con la ayuda de una bayeta.
Se puso en pie con cierta dificultad y se palpó las rodillas enrojecidas debajo de sus medias de color café.
Se notaba acalorada y agradeció no llevar a penas nada debajo de la bata. Aún así se desabrochó un par de botones y se quitó un guante para secarse el sudor de entre sus pechos con la mano.
Dio un nuevo vistazo al servicio de caballeros de la estación de autobuses, para asegurarse de que cada urinario contaba con una pastilla desinfectante, que los lavabos relucían bajo la luz de los fluorescentes y que el largo espejo horizontal no tenía ni una sola mancha.
Finalmente pasó la fregona para borrar las huellas que podía haber dejado con sus zuecos de color blanco.
Colocó los enseres de limpieza en su carrito y lo aparcó en la entrada del baño, sin olvidarse de poner la señal amarilla que rezaba “Precaución, suelo mojado” en la entrada del baño de hombres.
Aún faltaba media hora hasta que vinieran a recogerla, así que se sentó en un banco metálico junto a la puerta, con la vista perdida en los autocares que se iban llenando de gente y arrancaban soltando una nube pesada de monóxido por el tubo de escape.
Aquella atmósfera ruidosa y llena de humo le estresaba, así que decidió volver a refugiarse dentro del cuarto de baño que acababa de limpiar. Se encerró en uno de los cubículos y se sentó sobre la tapa del váter.
No tardaron en resonar contra las paredes de azulejos las pisadas de un hombre y Raquel comenzó a sentirse nerviosa sin razón aparente. Se frotó la punta de su trenza castaña contra la nariz manchada de pecas. Clavó sus ojos de color verde en la puerta que tenía delante sin apenas moverse hasta que el sonido de pasos se detuvo.
Escuchó como alguien orinaba contra la loza de uno de los mingitorios mientras ella se clavaba en el antebrazo las uñas decoradas con manicura francesa.
Sabía que aquello no estaba bien, pero aunque la cabeza le hervía, se agachó en el suelo y espió al hombre por debajo del palmo de separación que había entre el suelo y la puerta.
Se puso a mirar al hombre de mediana edad que se sacudía el pene arqueando la espalda. Se mordía el labio imaginando que podía colocarse a su lado para mirarle indiscretamente su polla húmeda y hasta fantaseaba con poder sacudírsela un poco al terminar.
Espiar a señores meando era lo que más le gustaba de su tarea, después de dejar un baño completamente reluciente.
No tardó en escucharse otro repiqueteo de pasos y se fijó en que el señor que había llegado primero, aunque ya había terminado, no se movió de su puesto. Otro hombre, vestido de traje y con el pelo canoso, se situó justo en el urinario de la derecha del primero.
Raquel, desde su incómoda posición, logró captar como con unas simples miradas de complicidad directas a la entrepierna de uno y otro, bastaron como ritual de cortejo para que cada cuál acabase sosteniendo la cola del otro. En pocos segundos, las caderas de ambos hombres se removieron inquietas haciendo repiquetear las hebillas de sus cinturones.
Raquel se pasaba la lengua por los labios, apretándose el pubis contra la palma de su mano, viendo como esos dos desconocidos alzaban la cabeza y a ratos bajaban la vista hasta la polla del otro.
Terminó en primer lugar el hombre bien vestido del pelo canoso. Raquel imaginó cómo se le escurrían los remordimientos entre los dedos de su nuevo amigo. No tardó en acompañarle el otro señor, que apenas pudo contener un pequeño gemido como única despedida. Él hombre del traje dejó que el otro se recompusiera unos segundos antes de guardarse el pene que en su día utilizó para fecundar exitosamente a su mujer en dos ocasiones. Corrió a lavarse las manos, notablemente azorado, mientras su compañero de urinario permanecía con la bragueta abierta y la vista fija en la pared.
Una vez que el señor elegante pudo limpiarse toda la vergüenza con agua y jabón, el señor de mediana edad hizo lo propio y abandonó el cuarto de baño un minuto después.
Raquel no pudo hacer más que sentarse en el váter con la mano metida dentro de sus bragas de encaje color burdeos. Cerraba los ojos con fuerza, recordando la escena que acababa de ver, imaginándose de puntillas por encima de los hombros de esos dos señores para no perder detalle.
Más pasos la sacaron de su ensoñación, que la obligaron a abrir los ojos devolviéndola a la realidad. Justo en el momento que otro desconocido entraba en el baño, Raquel se dio cuenta que había estado todo ese rato escondida sin haber puesto el cerrojo.
Alargó el brazo para cerrar el pestillo justo cuando alguien abrió la puerta de su cubículo de un portazo.
Se quedó paralizada del susto por el fuerte ruido que hizo la hoja de madera contra una de las mamparas. Ante la pobre Raquel, asustada con los pies encima de la taza, se encontraba un tipo alto y fuerte con una camiseta de tirantes que dejaba ver dos brazos musculados y morenos. El hombre, que casi no pasaba por la puerta, se quedó también perplejo al encontrarla ahí y la miró sin decir nada unos segundos, mientras se le empezaba a dibujar una sonrisa en la cara.
Antes de que Raquel pudiera ponerse en pie para intentar salir de ahí, la agarró por el cuello y la levantó. La empujó contra la pared de azulejos del baño y sin dejar de estrangularla le soltó dos bofetones, uno por mejilla, para que se comportara de forma más dócil y así ocuparse de abrirle la bata a tirones.
Una vez que la tuvo medio desnuda y a su merced, el hombre pegó su boca a la de ella y Raquel se dejó acariciar la cara por la frondosa barba de él. No se entretuvo demasiado en besarla y al despegar sus labios lo primero que hizo fue escupirle en la cara para después embadurnarle los morros con la mano libre. A continuación le soltó el cuello para que recobrase la respiración y la sujetó por su trenza dándole una vuelta al pelo alrededor de sus dedos.
La dejó sentada encima de la taza del váter con un rápido movimiento, y sin soltar a su presa, se desabrochó los tejanos para sacarse un miembro gordo y grande de color marrón surcado por venas que no paraba de hincharse y hacerse más grande. Un nuevo tirón de trenza indicó a Raquel que debía meterse aquel kilo de carne en la boca si no quería enfadar más al grandullón moreno.
Sintió el olor a polla y sudor justo un segundo antes de notar que el capullo le llegaba hasta la campanilla atragantándola. Las babas se salían por su boca mientras el tiarrón tiraba de su trenza y la obligaba a meterse más polla en la boca de la que era capaz de controlar. Y aún así, cuando conseguía abrir los ojos, Raquel observaba con una mezcla de sorpresa y pavor como todavía quedaba casi un palmo de polla que todavía no había conseguido engullir.
Raquel se sentía intimidada y sobrepasada por la situación, pero haciendo acopio de valor, alargó una mano hasta el rabo de chocolate y lo agarró pudiendo pajearlo sin problemas haciendo que sus dedos fuesen desde sus labios hasta el pubis de vello rizado.
Esto le consiguió el favor del tipo que hizo que se relajase un poco y dejase de empujarle la cabeza para que ella respirase mejor y pudiera dedicarse a sorberle el capullo lleno de babas y deslizar su mano empapada para acariciarle los huevos y el perineo.
La propia Raquel comenzaba a sentirse orgullosa de su destreza con aquel calabrote cuando la interrumpió el tipo tirando de su trenza para que se sacase la polla de la boca, haciendo que un considerable charco de saliva cayese al suelo con un sonoro chapoteo.
El hombre comenzó a restregarle las babas por la cara y a insultarla. La llamó guarra, cerda, puta… Un sinfín de improperios que lo único que conseguían en el estado de Raquel es que se estremeciera de miedo y notase que las bragas no eran capaces de contener todo el líquido que se escapaba de su coño.
La levantó nuevamente agarrándola por el pescuezo y le pegó la cara contra los azulejos fríos de la pared. La acabó despojando del sujetador y las bragas, medio rompiendo su ropa interior, medio sacándosela a tirones con toda la fuerza y la rabia que un armario de dos metros era capaz.
Sus pechos, no demasiado grandes pero firmes, comenzaron a recibir un sonoro castigo a modo de azotes mientras se enrojecían sin que ella pudiera chillar, viéndose a través del espejo que le devolvía la imagen del cubículo con la puerta abierta y un gigantón amordazándola con sus propias bragas, estrangulándola y azotando sus doloridos pechos.
Los ojos se le llenaban de lágrimas y rezaba porque nadie pudiera sorprenderles, dejándose hacer todo eso.
Por fin su captor se apiadó de ella y detuvo el castigo. No quería seguir mirándola a la cara, con todo el maquillaje corrido, así que le dio la vuelta y Raquel volvió a tener la cara pegada a la pared. Aprovechó para pegar también los abrasados pechos contra los azulejos frescos por tal de calmar su piel.
Notó como una mano el doble de grande que la suya le abría las piernas sin miramientos y unos dedos se le colaban por entre los muslos empapados entrando y saliendo de su coño con total facilidad. Un dedo del hombre, perfectamente lubricado con los jugos naturales de Raquel se metía entre las nalgas de ésta al tiempo que ella iba notando como la rotunda polla se internaba a través de sus labios mayores.
Tenía ya un dedo completamente dentro de su culo cuando casi perdió el sentido a causa del miedo y la excitación al creer que dos latas de coca- cola intentaban desaparecer dentro de su coño una detrás de la otra.
Los embistes iban aumentando en fuerza y velocidad. Raquel no encontraba asideros en la pared y sus manos pringosas por el sudor y la saliva se resbalaban. Por suerte el hombre la tenía bien agarrada por la nuca y aunque fuese algo precario, conseguía mantener el equilibrio clavando las rodillas contra la cisterna del váter.
No tuvo que mantener esa postura mucho tiempo y él acabó agarrándola en volandas y la aguantó a pulso para estrellar la espalda de Raquel contra una de las paredes del cubículo.
En aquella posición podía notar cómo la polla del hombre la penetraba todavía más a fondo y tan solo tenía que preocuparse de rodearle con las piernas a la altura de las caderas y abrazarle por el cuello, pegando su cara sobre los musculosos hombros de tono oscuro.
Raquel se dejaba embriagar por el olor a bestia salvaje desprendía, notando como éste la llenaba completamente. Su reflejo la observaba dándole una vista de primera fila del abultado culo de él.
Un orgasmo le sobrevino sin que el hombre dejase que pudiera disfrutarlo plenamente descendiendo el ritmo de sus embestidas.
Al verse sin escapatoria, quiso averiguar si su empotrador se dejaría ir en unos segundos o éste la castigaría de nuevo por portarse mal.
Raquel hincó sus dientes tan fuertemente como pudo sobre el cuello del fortachón y un grito de él bastó para que aflojase su mandíbula.
Tal y como ella había previsto, el hombre se detuvo y la arrojó al suelo para marcarle la cara a hostias por su mal comportamiento.
Raquel comenzó a masturbarse mientras recibía las bofetadas poniendo la otra mejilla.
Harto de cómo se estaba tomando ella el castigo, el hombre se quitó la camiseta de tirantes revelando un torso ancho y fuerte. A continuación levantó la tapa del váter y tirándola de la trenza, le metió la cabeza dentro a Raquel. Ella conseguía zafarse y apoyar la cara en el borde de loza, así que de esta manera recibió unos bofetones más hasta que la puso de rodillas con el culo en pompa para penetrarla otra vez sin permitirle que sacase la cabeza del retrete.
A Raquel se la estaba trabajando bien ese desconocido mientras sentía que los escupitajos impactaban contra su cara o su pelo, o si alguno iba a parar sobre el borde de la taza, esta recibía la orden de lamerlo, cosa que hizo sumisamente para no acalorar más el enfado del tipo.
Llegó a notar cómo, después de que el hombre se descalzase una de sus sandalias de playa, le pusiera un pie encima para inmovilizarle la cara, todo ello sin dejarla de taladrarla.
Al rato, cuando Raquel no podía creer la resistencia y la vitalidad de ese animal, se la sacó sin previo aviso y así sentada en el suelo le volvió la cabeza y le echó encima de su cara una oleada de leche viscosa y caliente que le recubrió la boca y las mejillas por completo, y después, con los siguientes espasmos, más hilos de semen se perdían por entre su pelo o impactaban en la frente.
Cuando acabó de escurrirse la polla para expulsar las últimas gotas, el hombre se apoyó contra la pared y comenzó a orinar con la cara de Raquel aprisionada en el borde de la taza. Durante unos segundo interminables, el chorro dorado del tipo se acercaba peligrosamente a su cara, sin decidirse si ducharla o no. Al final solo el último se dejó caer sobre el cuello y el pecho de Raquel que no atrevió a moverse hasta que él hubiera acabado.
Ni siquiera la miró a la cara cuando se guardó la polla, se puso la camiseta y se largó dándole la espalda, cerrando el cubículo de un portazo.
Raquel se recompuso como pudo, limpiándose el cuerpo y la cara con su arrugada bata.
De nuevo unos pasos sonaron en el cuarto de baño y una voz reconocible pronunció su nombre a través de la puerta de contrachapado.
–Señorita Raquel, ¿se encuentra usted ahí? –dijo la voz en un tono formal y solícito –No la he visto afuera y he pensado que podría encontrarse descansando aquí dentro como de costumbre, señorita Raquel.
–Estoy aquí, Octavio, gracias. ¿Puedes pasarme mis cosas por encima de la puerta?
Una mano enfundada en un guante blanco apareció por encima de la hoja de contrachapado sosteniendo una bolsa de viaje de Louis Vuitton.
Raquel la abrió y sacó de ella una bolsa transparente de plástico donde metió su bata, las medias rasgadas y húmedas y la lencería de encaje medio destrozada.
–Puedes esperarme fuera, Octavio, gracias– dijo de forma tranquila pero firme.
Los zapatos negros que se veían debajo de la ranura de la puerta se alejaron haciendo el mismo ruido que cuando entraron hasta desaparecer.
Raquel se sentó en la taza para sacar de la bolsa unos zapatos negros de tacón de aguja. Se los calzó atándose la tira de cuero que llevaban a sus tobillos y se puso en pie de forma grácil. Después sacó un kimono de seda corto, ajustándose el lazo a la cintura. Salió del cubículo, sorprendiéndose de la cara que vio en el espejo: despeinada, con restos de maquillaje alrededor de los ojos y la cara cubierta de una capa reseca.
Nada que no pudiera arreglarse con un poco de agua y jabón.
Salió del baño de hombres, oculta tras unas gafas de sol y la bolsa colgada del antebrazo.
Justo en la puerta la esperaba un hombre de unos cuarenta años vestido con un traje negro y una gorra de plato entre sus manos enguantadas.
–Llévame a casa, Octavio– dijo la señorita Raquel haciendo un gesto con la barbilla.
Tenía la cara a escasos centímetros de la taza del váter y no quería darse por vencida con esa maldita mancha de tan difícil acceso en el último cubículo que le quedaba por limpiar.
Le encantaba notar el tacto de los guantes de látex cubriéndole sus manos jóvenes y cuidadas. Poco a poco se iba encontrando más satisfecha a medida que la rebelde mancha desaparecía del suelo con la ayuda de una bayeta.
Se puso en pie con cierta dificultad y se palpó las rodillas enrojecidas debajo de sus medias de color café.
Se notaba acalorada y agradeció no llevar a penas nada debajo de la bata. Aún así se desabrochó un par de botones y se quitó un guante para secarse el sudor de entre sus pechos con la mano.
Dio un nuevo vistazo al servicio de caballeros de la estación de autobuses, para asegurarse de que cada urinario contaba con una pastilla desinfectante, que los lavabos relucían bajo la luz de los fluorescentes y que el largo espejo horizontal no tenía ni una sola mancha.
Finalmente pasó la fregona para borrar las huellas que podía haber dejado con sus zuecos de color blanco.
Colocó los enseres de limpieza en su carrito y lo aparcó en la entrada del baño, sin olvidarse de poner la señal amarilla que rezaba “Precaución, suelo mojado” en la entrada del baño de hombres.
Aún faltaba media hora hasta que vinieran a recogerla, así que se sentó en un banco metálico junto a la puerta, con la vista perdida en los autocares que se iban llenando de gente y arrancaban soltando una nube pesada de monóxido por el tubo de escape.
Aquella atmósfera ruidosa y llena de humo le estresaba, así que decidió volver a refugiarse dentro del cuarto de baño que acababa de limpiar. Se encerró en uno de los cubículos y se sentó sobre la tapa del váter.
No tardaron en resonar contra las paredes de azulejos las pisadas de un hombre y Raquel comenzó a sentirse nerviosa sin razón aparente. Se frotó la punta de su trenza castaña contra la nariz manchada de pecas. Clavó sus ojos de color verde en la puerta que tenía delante sin apenas moverse hasta que el sonido de pasos se detuvo.
Escuchó como alguien orinaba contra la loza de uno de los mingitorios mientras ella se clavaba en el antebrazo las uñas decoradas con manicura francesa.
Sabía que aquello no estaba bien, pero aunque la cabeza le hervía, se agachó en el suelo y espió al hombre por debajo del palmo de separación que había entre el suelo y la puerta.
Se puso a mirar al hombre de mediana edad que se sacudía el pene arqueando la espalda. Se mordía el labio imaginando que podía colocarse a su lado para mirarle indiscretamente su polla húmeda y hasta fantaseaba con poder sacudírsela un poco al terminar.
Espiar a señores meando era lo que más le gustaba de su tarea, después de dejar un baño completamente reluciente.
No tardó en escucharse otro repiqueteo de pasos y se fijó en que el señor que había llegado primero, aunque ya había terminado, no se movió de su puesto. Otro hombre, vestido de traje y con el pelo canoso, se situó justo en el urinario de la derecha del primero.
Raquel, desde su incómoda posición, logró captar como con unas simples miradas de complicidad directas a la entrepierna de uno y otro, bastaron como ritual de cortejo para que cada cuál acabase sosteniendo la cola del otro. En pocos segundos, las caderas de ambos hombres se removieron inquietas haciendo repiquetear las hebillas de sus cinturones.
Raquel se pasaba la lengua por los labios, apretándose el pubis contra la palma de su mano, viendo como esos dos desconocidos alzaban la cabeza y a ratos bajaban la vista hasta la polla del otro.
Terminó en primer lugar el hombre bien vestido del pelo canoso. Raquel imaginó cómo se le escurrían los remordimientos entre los dedos de su nuevo amigo. No tardó en acompañarle el otro señor, que apenas pudo contener un pequeño gemido como única despedida. Él hombre del traje dejó que el otro se recompusiera unos segundos antes de guardarse el pene que en su día utilizó para fecundar exitosamente a su mujer en dos ocasiones. Corrió a lavarse las manos, notablemente azorado, mientras su compañero de urinario permanecía con la bragueta abierta y la vista fija en la pared.
Una vez que el señor elegante pudo limpiarse toda la vergüenza con agua y jabón, el señor de mediana edad hizo lo propio y abandonó el cuarto de baño un minuto después.
Raquel no pudo hacer más que sentarse en el váter con la mano metida dentro de sus bragas de encaje color burdeos. Cerraba los ojos con fuerza, recordando la escena que acababa de ver, imaginándose de puntillas por encima de los hombros de esos dos señores para no perder detalle.
Más pasos la sacaron de su ensoñación, que la obligaron a abrir los ojos devolviéndola a la realidad. Justo en el momento que otro desconocido entraba en el baño, Raquel se dio cuenta que había estado todo ese rato escondida sin haber puesto el cerrojo.
Alargó el brazo para cerrar el pestillo justo cuando alguien abrió la puerta de su cubículo de un portazo.
Se quedó paralizada del susto por el fuerte ruido que hizo la hoja de madera contra una de las mamparas. Ante la pobre Raquel, asustada con los pies encima de la taza, se encontraba un tipo alto y fuerte con una camiseta de tirantes que dejaba ver dos brazos musculados y morenos. El hombre, que casi no pasaba por la puerta, se quedó también perplejo al encontrarla ahí y la miró sin decir nada unos segundos, mientras se le empezaba a dibujar una sonrisa en la cara.
Antes de que Raquel pudiera ponerse en pie para intentar salir de ahí, la agarró por el cuello y la levantó. La empujó contra la pared de azulejos del baño y sin dejar de estrangularla le soltó dos bofetones, uno por mejilla, para que se comportara de forma más dócil y así ocuparse de abrirle la bata a tirones.
Una vez que la tuvo medio desnuda y a su merced, el hombre pegó su boca a la de ella y Raquel se dejó acariciar la cara por la frondosa barba de él. No se entretuvo demasiado en besarla y al despegar sus labios lo primero que hizo fue escupirle en la cara para después embadurnarle los morros con la mano libre. A continuación le soltó el cuello para que recobrase la respiración y la sujetó por su trenza dándole una vuelta al pelo alrededor de sus dedos.
La dejó sentada encima de la taza del váter con un rápido movimiento, y sin soltar a su presa, se desabrochó los tejanos para sacarse un miembro gordo y grande de color marrón surcado por venas que no paraba de hincharse y hacerse más grande. Un nuevo tirón de trenza indicó a Raquel que debía meterse aquel kilo de carne en la boca si no quería enfadar más al grandullón moreno.
Sintió el olor a polla y sudor justo un segundo antes de notar que el capullo le llegaba hasta la campanilla atragantándola. Las babas se salían por su boca mientras el tiarrón tiraba de su trenza y la obligaba a meterse más polla en la boca de la que era capaz de controlar. Y aún así, cuando conseguía abrir los ojos, Raquel observaba con una mezcla de sorpresa y pavor como todavía quedaba casi un palmo de polla que todavía no había conseguido engullir.
Raquel se sentía intimidada y sobrepasada por la situación, pero haciendo acopio de valor, alargó una mano hasta el rabo de chocolate y lo agarró pudiendo pajearlo sin problemas haciendo que sus dedos fuesen desde sus labios hasta el pubis de vello rizado.
Esto le consiguió el favor del tipo que hizo que se relajase un poco y dejase de empujarle la cabeza para que ella respirase mejor y pudiera dedicarse a sorberle el capullo lleno de babas y deslizar su mano empapada para acariciarle los huevos y el perineo.
La propia Raquel comenzaba a sentirse orgullosa de su destreza con aquel calabrote cuando la interrumpió el tipo tirando de su trenza para que se sacase la polla de la boca, haciendo que un considerable charco de saliva cayese al suelo con un sonoro chapoteo.
El hombre comenzó a restregarle las babas por la cara y a insultarla. La llamó guarra, cerda, puta… Un sinfín de improperios que lo único que conseguían en el estado de Raquel es que se estremeciera de miedo y notase que las bragas no eran capaces de contener todo el líquido que se escapaba de su coño.
La levantó nuevamente agarrándola por el pescuezo y le pegó la cara contra los azulejos fríos de la pared. La acabó despojando del sujetador y las bragas, medio rompiendo su ropa interior, medio sacándosela a tirones con toda la fuerza y la rabia que un armario de dos metros era capaz.
Sus pechos, no demasiado grandes pero firmes, comenzaron a recibir un sonoro castigo a modo de azotes mientras se enrojecían sin que ella pudiera chillar, viéndose a través del espejo que le devolvía la imagen del cubículo con la puerta abierta y un gigantón amordazándola con sus propias bragas, estrangulándola y azotando sus doloridos pechos.
Los ojos se le llenaban de lágrimas y rezaba porque nadie pudiera sorprenderles, dejándose hacer todo eso.
Por fin su captor se apiadó de ella y detuvo el castigo. No quería seguir mirándola a la cara, con todo el maquillaje corrido, así que le dio la vuelta y Raquel volvió a tener la cara pegada a la pared. Aprovechó para pegar también los abrasados pechos contra los azulejos frescos por tal de calmar su piel.
Notó como una mano el doble de grande que la suya le abría las piernas sin miramientos y unos dedos se le colaban por entre los muslos empapados entrando y saliendo de su coño con total facilidad. Un dedo del hombre, perfectamente lubricado con los jugos naturales de Raquel se metía entre las nalgas de ésta al tiempo que ella iba notando como la rotunda polla se internaba a través de sus labios mayores.
Tenía ya un dedo completamente dentro de su culo cuando casi perdió el sentido a causa del miedo y la excitación al creer que dos latas de coca- cola intentaban desaparecer dentro de su coño una detrás de la otra.
Los embistes iban aumentando en fuerza y velocidad. Raquel no encontraba asideros en la pared y sus manos pringosas por el sudor y la saliva se resbalaban. Por suerte el hombre la tenía bien agarrada por la nuca y aunque fuese algo precario, conseguía mantener el equilibrio clavando las rodillas contra la cisterna del váter.
No tuvo que mantener esa postura mucho tiempo y él acabó agarrándola en volandas y la aguantó a pulso para estrellar la espalda de Raquel contra una de las paredes del cubículo.
En aquella posición podía notar cómo la polla del hombre la penetraba todavía más a fondo y tan solo tenía que preocuparse de rodearle con las piernas a la altura de las caderas y abrazarle por el cuello, pegando su cara sobre los musculosos hombros de tono oscuro.
Raquel se dejaba embriagar por el olor a bestia salvaje desprendía, notando como éste la llenaba completamente. Su reflejo la observaba dándole una vista de primera fila del abultado culo de él.
Un orgasmo le sobrevino sin que el hombre dejase que pudiera disfrutarlo plenamente descendiendo el ritmo de sus embestidas.
Al verse sin escapatoria, quiso averiguar si su empotrador se dejaría ir en unos segundos o éste la castigaría de nuevo por portarse mal.
Raquel hincó sus dientes tan fuertemente como pudo sobre el cuello del fortachón y un grito de él bastó para que aflojase su mandíbula.
Tal y como ella había previsto, el hombre se detuvo y la arrojó al suelo para marcarle la cara a hostias por su mal comportamiento.
Raquel comenzó a masturbarse mientras recibía las bofetadas poniendo la otra mejilla.
Harto de cómo se estaba tomando ella el castigo, el hombre se quitó la camiseta de tirantes revelando un torso ancho y fuerte. A continuación levantó la tapa del váter y tirándola de la trenza, le metió la cabeza dentro a Raquel. Ella conseguía zafarse y apoyar la cara en el borde de loza, así que de esta manera recibió unos bofetones más hasta que la puso de rodillas con el culo en pompa para penetrarla otra vez sin permitirle que sacase la cabeza del retrete.
A Raquel se la estaba trabajando bien ese desconocido mientras sentía que los escupitajos impactaban contra su cara o su pelo, o si alguno iba a parar sobre el borde de la taza, esta recibía la orden de lamerlo, cosa que hizo sumisamente para no acalorar más el enfado del tipo.
Llegó a notar cómo, después de que el hombre se descalzase una de sus sandalias de playa, le pusiera un pie encima para inmovilizarle la cara, todo ello sin dejarla de taladrarla.
Al rato, cuando Raquel no podía creer la resistencia y la vitalidad de ese animal, se la sacó sin previo aviso y así sentada en el suelo le volvió la cabeza y le echó encima de su cara una oleada de leche viscosa y caliente que le recubrió la boca y las mejillas por completo, y después, con los siguientes espasmos, más hilos de semen se perdían por entre su pelo o impactaban en la frente.
Cuando acabó de escurrirse la polla para expulsar las últimas gotas, el hombre se apoyó contra la pared y comenzó a orinar con la cara de Raquel aprisionada en el borde de la taza. Durante unos segundo interminables, el chorro dorado del tipo se acercaba peligrosamente a su cara, sin decidirse si ducharla o no. Al final solo el último se dejó caer sobre el cuello y el pecho de Raquel que no atrevió a moverse hasta que él hubiera acabado.
Ni siquiera la miró a la cara cuando se guardó la polla, se puso la camiseta y se largó dándole la espalda, cerrando el cubículo de un portazo.
Raquel se recompuso como pudo, limpiándose el cuerpo y la cara con su arrugada bata.
De nuevo unos pasos sonaron en el cuarto de baño y una voz reconocible pronunció su nombre a través de la puerta de contrachapado.
–Señorita Raquel, ¿se encuentra usted ahí? –dijo la voz en un tono formal y solícito –No la he visto afuera y he pensado que podría encontrarse descansando aquí dentro como de costumbre, señorita Raquel.
–Estoy aquí, Octavio, gracias. ¿Puedes pasarme mis cosas por encima de la puerta?
Una mano enfundada en un guante blanco apareció por encima de la hoja de contrachapado sosteniendo una bolsa de viaje de Louis Vuitton.
Raquel la abrió y sacó de ella una bolsa transparente de plástico donde metió su bata, las medias rasgadas y húmedas y la lencería de encaje medio destrozada.
–Puedes esperarme fuera, Octavio, gracias– dijo de forma tranquila pero firme.
Los zapatos negros que se veían debajo de la ranura de la puerta se alejaron haciendo el mismo ruido que cuando entraron hasta desaparecer.
Raquel se sentó en la taza para sacar de la bolsa unos zapatos negros de tacón de aguja. Se los calzó atándose la tira de cuero que llevaban a sus tobillos y se puso en pie de forma grácil. Después sacó un kimono de seda corto, ajustándose el lazo a la cintura. Salió del cubículo, sorprendiéndose de la cara que vio en el espejo: despeinada, con restos de maquillaje alrededor de los ojos y la cara cubierta de una capa reseca.
Nada que no pudiera arreglarse con un poco de agua y jabón.
Salió del baño de hombres, oculta tras unas gafas de sol y la bolsa colgada del antebrazo.
Justo en la puerta la esperaba un hombre de unos cuarenta años vestido con un traje negro y una gorra de plato entre sus manos enguantadas.
–Llévame a casa, Octavio– dijo la señorita Raquel haciendo un gesto con la barbilla.