sábado, 31 de octubre de 2015

Un globo de color rojo intenso.

Desde que comenzó el curso escolar me toca recoger a mi sobrino Dídac del colegio y llevarle a casa de sus padres. No me supone un gran problema, ya que como me quedé sin trabajo hace unos meses, por lo menos puedo hacer algo de provecho ayudando así a mi hermana y paso más tiempo con el peque.
Mi sobrino, de nueve años, suele explicarme que ha hecho ese día en el colegio mientras le doy la merienda de camino al parque, el otro día, me explicó una anécdota que en otras circunstancias podría parecer banal.

Según sus propias palabras, ese mismo día durante el recreo, unos niños de sexto de primaria estaban jugando con globos de agua en el patio. Los llenaban en la fuente y se los pasaban unos a otros, aunque llegado a un punto, comenzaron a lanzárselos entre ellos cuando la cosa se fue de las manos. Una profesora, de las que se encargaba de vigilar el patio, quiso poner fin a esa batalla campal entre ellos. Pero cuando se interpuso, uno de los chicos le lanzó un globo rojo lleno de agua, reventándole en todo el pecho y dejando su camiseta blanca totalmente empapada.

Mi sobrino Dídac y yo estábamos en el parque que queda a mitad del camino entre el colegio y su casa cuando me explicó eso. Yo le dije que ese tipo de cosas están muy feas y que no se le ocurriese jamás hacer algo así. Él me contestó muy compungido que él nunca le haría eso a la seño Leticia.

Recordaba a Leticia, la maestra de ciencias naturales de primaria. Una chica de veintipocos, bajita y delgada, con unos pechos que sobresalían generosamente de su esbelto torso y unos labios carnosos que normalmente retocaba con gloss.

Al parecer no acabó ahí la cosa, ya que el cabecilla de los niños, lejos de disculparse por lo que acababa de hacer, señaló a la profesora Leticia riéndose, diciendo que se le transparentaba la camiseta y se le veía un piercing en el pezón.
La profesora Leticia salió corriendo del patio a medio llorar con los brazos cruzados sobre el pecho.

Al día siguiente, esperando en la puerta del colegio junto con otras madres a la salida de los niños, no pude estarme de preguntarle al coordinador de primaria sobre lo que me había contado ayer mi sobrino. Por lo visto a esos gamberros no les había caído más que una reprimenda en su despacho. Pero curiosamente, el jefe de estudios no tardó en darle la vuelta al tema diciendo que a Leticia no le hubiera pasado algo así de llevar la bata como llevan todos los profesores de primaria, aunque ese día hiciese calor y estuviera vigilando el recreo.

“Va muy despendolada, esa”, y con aquella frase dio por zanjada la conversación y se volvió a meter dentro del portal dejándome con la boca abierta sin poder contestarle.

Mientras pasaba con Dídac de la mano entre los grupitos de madres que se reunían para cotillear y poner verde a cualquiera, escuché de pasada como alguna hacía referencia a la anécdota del piercing en el pezón de esa profesora. Ninguna de ellas estuvo por la labor de comentar la barrabasada del alumno que le lanzó el globo de agua, sino que chismorreaban sobre cómo Leticia tenía la poca vergüenza de enseñar eso en el colegio a unos niños.

Al parecer, el pezón perforado de la maestra había ido de boca en boca por buena parte de las madres de los alumnos así como de todos los profesores del centro.

Al día siguiente, una compañera de Leticia aseguró en la sala de profesores que la había sorprendido haciéndose selfies delante del espejo del baño. Con todo lujo de detalles explicó sin tapujos que perdía el tiempo poniendo morritos y sacando pecho con la blusa medio desabrochada delante del espejo. Aunque en realidad, acabó asegurando la maestra, que ella no lo vio directamente sino que fue otra persona la que la sorprendió haciendo eso.
De todas formas ninguno de los profesores allí presentes puso en duda ese rumor ya que uno u otro creyeron esa historia asegurando que a Leticia le gustaba que la mirase quien fuese.

Durante el recreo de ese mismo día, los niños que habían participado en la batalla de globos de agua se dedicaron esta vez a un vicio más sosegado como el de pasarse vídeos porno con el móvil. En uno de ellos se veía a una actriz joven de físico parecido al de Leticia y estos empezaron a enseñárselo a cualquiera que pasase por su lado, asegurando que la profe se sacaba así un sobresueldo.

Al día siguiente, cualquier grupito de madres tenía como monotema a Leticia y sus posibles gustos sexuales. Unas hablaban de que tenía un novio bastante más joven que ella, aunque esto se contradecía con la información de que su compañera de piso era más bien su amante y que solo le gustaban las mujeres. Otras aseguraban que la habían visto salir de un local de intercambio de pareja… E incluso una aseguraba que su hijo le había visto hematomas en las muñecas y los brazos, seguramente fruto de sus prácticas sexuales sadomasoquistas.

Abierta así la caja de Pandora para que se escapasen todos los rumores sin fundamentos, Leticia pasó a ser una sumisa adicta a las ataduras de brazos y piernas, al sexo en grupo por orden directa de su novio sexagenario y actriz porno amateur de una productora de cine alemán de esas donde las chicas con los labios bien pintados de rojo se dejan hacer de todo por un grupo de hombres con pasamontañas para luego vaciarse en sus morros.

Con ese caldo de cultivo solo faltaba que Leticia, ajena a todas esas pamemas, tuviera que poner orden al pasar delante del vestuario de las niñas antes de una clase de educación física. Una de esas chicas comenzó a gritar asegurando que Leticia las estaba espiando cuando llegó la profesora de gimnasia.
 
El tema, como no podía ser de otra forma, llegó a la reunión de la AMPA donde una señora llegó a decir que se enteró por un grupo de watsapp de madres que Leticia pudiera estar infectada con alguna enfermedad de transmisión sexual y temía por la salud de su hijo.

Después de eso, según me explicó una profesora del centro, Leticia fue llamada al despacho del director del centro donde se le informó que no le renovarían el contrato y que debía recoger sus cosas sin más explicaciones.

Llevaba una semanas sin saber nada más de Leticia y pronto los corrillos de madres se animaron mucho charlando de la gala de la noche anterior de Gran Hermano o de La Voz kids.

Me extrañaba que pasase tanto tiempo sin ver a Leticia ya que vivíamos en el mismo barrio y a veces coincidíamos en el súper o la panadería.

No fue hasta ayer que reconocí por la calle a Paula, su compañera de piso y pude preguntar por ella.

Paula se veía especialmente nerviosa y al intentar comenzar a hablar no pudo contener las lágrimas.
Nos quedamos abrazadas en plena calle cuando consiguió formar una frase completa.

No consiguió despertar a Leticia de su cama donde ella pensaba que se estaba echando la siesta. Cuando vio las cajas de pastillas vacías llamó a una ambulancia pero nadie pudo hacer nada. 
Al parecer es relativamente sencillo para una profesora de ciencias naturales con dos carreras mezclar un cóctel mortal de medicamentos que puedan servirse sin receta.

Fui al velatorio junto con mi hermana y su marido. Allí nos encontramos a todo el claustro de profesores y buena parte de los padres de los alumnos del centro. A penas pude ver amigos o familiares de Leticia. Paula me dijo que salvo por sus padres, Leticia no tenía más que a sus “niños”.

Después de presenciar el hipócrita espectáculo de todos los asistentes presentando sus respetos a los padres de Leticia, me llevé a Paula para invitarla a un café.

Le conté todo aquello que ella misma no pudo saber en su momento y me aseguró a modo de anécdota que había visto a Leticia muchas veces al salir de la ducha y jamás distinguió un solo moratón en su cuerpo. Y que por supuesto Leticia no llevaba ningún piercing en el pecho porque le tenía pánico a las agujas.


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