sábado, 16 de mayo de 2015

La Mocosa.


En esta ocasión no os voy a explicar ningún cuento que haya brotado de mi imaginación, sino que me he limitado a copiar una carta que me envió mi sobrino Iñaki hará ya un año.
Iñaki, un chico alto y guapo que podría traer locas a todas las chicas de su universidad si no fuera por lo tímido y escrupulosamente educado que puede ser a veces. Con su pelo rubio peinado de lado y sus camisas perfectamente planchadas, su cara de no haber roto jamás un plato…

Desde que me mudé a otra ciudad por cambiar de aires, le prometí al hijo de mi hermana que seguiríamos manteniendo el contacto y que la mejor forma de hacerlo era mediante correspondencia tradicional. Recibir una carta de alguien a quien quieres es algo de lo más satisfactorio. Escribir a mano una carta a la vieja usanza te permite explayarte más la hora de mostrar tu afecto y es una manera mucho más cálida y personal de mantener un contacto íntimo.

De esta manera, después de pedirle permiso a mi sobrino para publicar esta carta, he decidido compartirla con vosotros para que disfrutéis, como lo hice yo en su día, de la pequeña aventura que vivió:
*

Barcelona.
1 de junio de 2014.



Querida tía Ainhoa:

Hacía demasiado tiempo que no me ponía en contacto contigo y siento no haberlo podido hacer antes, pero los estudios y otras tareas me han mantenido muy ocupado como para escribirte con la regularidad que deseo.

Espero que en el momento de leer estas líneas te encuentres bien y te haya alegrado recibir mi carta.

Dejando de lado los formalismos me gustaría contarte algo que me pasó el otro día y, dado que de entre mis amistades no cuento con nadie con la suficiente confianza y amplitud de miras, he decidido que seas tú mi confesora.

Siempre te he tenido por una mujer abierta de mente y jamás has juzgado a nadie por su forma de vida. Quizá por eso mismo mi madre y tú no os habéis llevado nunca demasiado bien, aunque he tenido la suerte de que me hayas podido enseñar tanto durante mi adolescencia.
A fin de cuentas, siempre he preferido explicarte a ti mis experiencias y preocupaciones antes que a ella, pues siento contigo una mayor conexión. Por no hablar de todas las veces que he necesitado de tus mimos y cuidados y tú siempre has sabido devolverme ese cariño aunque fuese de forma clandestina, lejos de cualquier sospecha por parte de la familia.

La situación que quiero explicarte ocurrió hace unas semanas.
Me desperté de la siesta algo acalorado a eso de las cinco de la tarde y con una tremenda erección, quizá producida por los involuntarios frotamientos contra el colchón mientras dormía. Recuerdo que abrí los ojos como platos al recordar la cita a la que me propuse asistir desde hacía días y que me producía una mezcla de ilusión y miedo pensar en ella.

Sin perder demasiado tiempo remoloneando en la cama y evitando que pudiera masturbarme ante el deseo de acudir a esa cita, me fui directo al cuarto de baño para asearme. Una ocasión así merecía que asistiera lo más pulcro posible.
Comencé pues, teniendo que orinar (discúlpame que sea tan brusco) y al bajarme los calzoncillos me dije que lo primero que debía hacer era adecentar el vello púbico para dar así una mejor imagen.

Ayudándome de la perfiladora de barba rebajé el pelo del pubis hasta dejarlo bien cortito. Después de quedar satisfecho con el resultado, limpié el aparato y cogí una botella de aceite para masajes y extendí un poco del líquido suave y aromático por mis testículos hasta dejarlos completamente lubricados. Agarré mi maquinilla y comencé a rasurar el escroto con pasadas firmes y precisas hasta eliminar todos esos incómodos pelos hasta dejar la piel bien suave y lisa. Como puedes leer, seguí tu consejo tal y como me explicaste para afeitar una zona tan delicada en la que tienes que realizar muchas pasadas en cualquier dirección sin sufrir cortes ni irritaciones. Después de comprobar que había realizado un buen trabajo, limpié con agua tibia la maquinilla, la sequé y la volví a guardar en su sitio.

Abrí el grifo de la ducha y mientras se calentaba el agua, me miré desnudo ante el espejo del baño para ver desde diferentes ángulos el aspecto que tenía ahora mi pene. Con temor a resultar un tanto narcisista, he de confesarte que me encantó el resultado y ante esa visión comencé a ver una buena erección que iba tomando forma hasta dejar el miembro completamente duro y derecho, orgulloso de mostrarse tan limpio y reluciente. Estuve muy tentado de masturbarme así, de pie ante mi propio reflejo, pero supe parar a tiempo para no perder las ganas que necesitaría demostrar en menos de una hora.

Me metí en la ducha y comencé a lavarme el pelo. Después cogí un poco de jabón y me froté bien el pene dejándolo completamente lleno de espuma. De la misma forma, retiré la piel del prepucio y también lo lustré para limpiarlo a fondo y conseguir que estuviera lo más limpio posible. Lo mismo hice con mis testículos, los cuales noté especialmente suaves y agradables al tacto. También fregué el perineo repasándolo con los dedos índice y corazón. Me enjuagué las manos y utilicé un poco más de jabón líquido para repasar la piel entre mis nalgas ya que no quería dejar ninguna zona íntima de mi cuerpo sin lavar a conciencia.
Después mojé la esponja y echando más jabón la froté contra mi pecho, mis axilas y mi vientre. Quería que mi piel tuviera el aspecto más limpio y el olor más fresco posible.

Salí de la ducha y me sequé el cuerpo con el albornoz y utilicé una toalla limpia para secarme el pelo antes de peinarme con el secador y el cepillo.

Me eché desodorante en las axilas, el abdomen y la espalda. Vaporicé un poco de perfume sobre mi cuello, no demasiado, pues no quería ofender a nadie con un olor demasiado intenso.
Después de eso, apliqué un poco de crema hidratante en la base del pene y mis testículos para evitar rozaduras.

Volví a mi cuarto y revisé en el portátil la página web de un sex shop de la ciudad para confirmar la dirección de mi cita.
En esa página había encontrado hacía unos días por casualidad una sección de actividades que realizaban en una sala equipada para tales fines. De entre los anuncios que vi me llamó la atención el de una foto con una chica arrodillada, de espaldas a la cámara, entrada en carnes pero con unas curvas muy generosas que me hizo pinchar sobre el recuadro para saber más.

El anuncio decía claramente que esa chica, apodada “la Mocosa” por su aspecto juvenil, invitaba a todos los que quisieran a acudir a esa sala a utilizar su cuerpo sin miramientos hasta dejarla exhausta. Le encantaba que la manosearan, la azotasen, que utilizasen cualquiera de sus agujeros… Estaba bien entrenada en la práctica de la garganta profunda y prometía tragarse hasta la última gota de semen que eyaculasen sobre su boca.

Te puedes imaginar que desde que leí ese anuncio estuve fantaseando con todo lo que le harían a esa muchacha que perfectamente rondaría mi edad.

Así pues, tras cerciorarme de la hora a la que ella acudiría a ese sex shop y recordar la dirección del establecimiento, me dispuse a vestirme.

Elegí unos boxers blancos de algodón intentando introducir mi pene erecto en ellos después de la excitación al repasar de nuevo el anuncio. Me abroché unos tejanos y escogí una camiseta blanca con cuello de panadero.
Metí en mi mochila la cartera, el móvil y las llaves y agarré el casco. Bajé a la calle y me subí a mi moto para ir hasta el centro de la ciudad.

A esa hora de la tarde el sol me daba de lleno en la cara y sentí una suave brisa que calmó un poco mi nerviosismo.
Aparqué sin problemas a unas manzanas de distancia para poder pasear distraídamente hasta el local.

Fue entonces cuando en un paso de peatones se colocó a mi lado una chica bajita, morena, con el pelo largo y rizado, con la piel del color del dulce de leche. Llevaba unas gafas con montura metálica. Vestía una camiseta de rayas marineras y una minifalda tejana. Me llegaba a la altura del hombro gracias a unas sandalias con cuña de corcho. La miré de arriba abajo aunque ella ni siquiera se fijó en mí, y cruzó la calle cuando el semáforo se puso en verde. La vi alejarse moviendo su generoso culo hasta meterse en una cafetería y me sorprendí a mí mismo mordiéndome el labio inferior deseando que fuese ella la chica que iba a entregarse a un puñado de desconocidos.

Seguí andando por la acera hasta entrar en el sex shop pensando cómo sería esa chica que solo había visto de espaldas en una foto.
Lo primero que me llamó la atención de la tienda era un persistente olor a desinfectante perfumado algo dulzón y una iluminación escasa. Atravesé un largo pasillo bordeado por vídeo cabinas de contrachapado negro y pósters publicitarios de lencería barata con modelos excesivamente maquilladas que me miraban entrecerrando los ojos y abriendo la boca. La mayoría de esas cabinas tenían la puerta abierta y se podía ver en cada una de ellas una especie de sillón acolchado, collado a la pared con un brazo metálico lleno de botones grandes, cuadrados y rojos. Algunas de estas cabinas estaban cerradas y de ellas salía el sonido de diferentes películas porno aunque todas ellas emitían una cancioncilla similar compuesta por jadeos mal doblados al castellano.

El pasillo terminaba en una sala algo grande llena de vitrinas que contenían vibradores de todos los tamaños, colores y formas que pudieras imaginar, así como unas cuantas estanterías de contrachapado donde se apilaban centenares de cajas de DVD clasificadas por temáticas.
Enfrente me encontré un mostrador alto con expositores de lubricantes y preservativos así como otros pequeños juguetes.

Detrás del mostrador atendía una mujer de unos treinta y tantos, bajita, con el pelo corto y unos pendientes largos. Me dirigí a ella y después de darle las buenas tardes, algo nervioso y con la voz entrecortada, le farfullé en tono bajo que quería comprar una entrada para la sala.
Me señaló unas cortinas negras a la derecha de la habitación y me dijo que la entrada para el cine costaba diez euros. Le contesté moviendo la cabeza que me refería a una entrada para la sala liberal. –Ah, vale, pensé que querías entrar al cine. La otra sala es un poco más cara, ¿ya lo sabes, verdad? Ten, aquí tienes tu ticket y este condón, pasa por detrás del mostrador y cruza esa puerta.
Le di las gracias y le pedí por favor, que me guardara la mochila. Me sonrió amablemente y se despidió de mí cuando crucé la puerta, deseándome que me lo pasara bien.

Al traspasar la puerta me encontré en una habitación iluminada por tubos fluorescentes de color salmón, amueblada con unos bancos de madera y una pequeña barra donde atendía un hombre de mediana edad, regordete y calvo que charlaba distraídamente con otro hombre alto y delgado que llevaba una gorra desgastada. Este bebía directamente de una lata de Voll-Damm mientras fumaba. En la sala, además de esos dos hombres había otros ocho más. Lo recuerdo perfectamente porque me puse a contarlos para distraer mi nerviosismo. Cada uno de ellos se encontraba con la mirada perdida en el infinito, sin intención alguna de socializar con quien tuviera a su lado. Ninguno de ellos reparó más de un par de segundos en mí aunque tuvieran claro que me sacaban al menos diez años de diferencia y se me viera fuera de mi ambiente. Eran hombres de entre treinta y muchos y cuarenta y tantos con el semblante serio.

En ese momento noté que me costaba tragar saliva y me arrepentí de haber dejado la mochila fuera, pues me hubiera venido bien un cigarro para calmar los nervios. La cabeza me daba vueltas y algo dentro de ella me decía que de no haber pagado la entrada, lo más sensato sería salir de ahí corriendo sin mirar atrás.
Ya que no podía fumar ni encontré ningún sitio tranquilo donde sentarme, decidí pasar a la siguiente sala para satisfacer mi curiosidad ya que todavía faltaban diez minutos para la hora en que debía llegar esa chica.

La siguiente habitación se componía de unas cuantas taquillas metálicas como las de cualquier vestuario y una ducha de plato de unos cuatro metros cuadrados con una gran cortina de plástico transparente corrida. La habitación tenía en una esquina un pequeño cuarto de baño sin puerta, mucho mejor iluminado que el resto de las estancias, que se componía de un lavabo donde había un bote de jabón de marca blanca y un dispensador de toallitas de papel, un bidet que me juré no utilizar en la vida y una taza de váter.

Al salir del cuarto de baño me crucé con otro tipo que no había visto en la anterior sala y al que a penas miré a la cara cuando entró en el baño. De ahí pasé a otra sala mucho más grande y amueblada con mejor gusto, donde encontré sofás de escay negros apoyados en cada una de las paredes, con algunas mesitas delante de estos y en un rincón, una gran cama redonda del mismo tapizado que los sofás con un enorme espejo colocado a modo de cabecero.
Me senté en el borde de la cama y comencé a imaginar la escena de una gran orgía: Hombres y mujeres desnudos dispersados por los diferentes sofás, metiéndose mano a la vista de todos, mientras una maraña de cuerpos sudorosos se retorcía y gemía encima de la gran cama redonda.

Me fijé en unos escalones que subían hasta otra sala que estaba prácticamente a oscuras. Me encaminé hacia ella y ahí descubrí dos tablones llenos de argollas collados a la pared que formaban una equis, un potro que me recordó a mis clases de educación física en el colegio y una especie de balancín hecho con correas de cuero negras que colgaban del techo. Casi pude escuchar los chasquidos de látigos y fustas contra la carne, y los gritos y sollozos de aquellos que habían estado siendo castigados en esa habitación.

Después de revisar esa última estancia noté un aire muy viciado y pesado, así que volví a bajar los cuatro escalones que la separaban de sala de la cama redonda para poder respirar mejor.
Llamó mi curiosidad un marco de madera rectangular colocado en horizontal tapado por una cortinita negra y pregunté qué podría verse al otro lado.

A través de esa ventanita pude distinguir una pantalla que proyectaba una película porno genérica que no me llamó tanto la atención como las sillas plegables que había delante de esta y componían la sala de cine que me había nombrado antes la dependienta.

Pude distinguir algunas siluetas oscuras, a contraluz de la pantalla de cine y como alguna de estas se levantaba de una silla al fondo de la sala y tocaba el hombro de algún otro espectador para que lo acompañara a un rincón más discreto.
El resto de figuras anónimas simplemente se recostaban en su sillas y cuando no tenían los brazos cruzados, se limitaban a dejar caer con descuido una mano sobre el regazo de quién tenían al lado.

Volví a correr la cortina y miré el reloj. Faltaban menos de cinco minutos. Regresé a la primera sala y encontré un asiento libre al lado de la puerta en el que pude quedarme quieto fingiendo tranquilidad. Reparé en el hilo musical que filtraba canciones horteras y en un maniquí femenino de torso desnudo que se iba iluminando poco a poco hasta volver a apagarse sucesivamente. Noté que en la sala, donde en ese momento debía haber ya unos veinte hombres en total, había una fuerte tensión. Me sentí como si fuéramos un grupo de gladiadores romanos intranquilos por saltar a la arena. La sala estaba cargada de testosterona e impaciencia.

Miré de nuevo el reloj y ya habían pasado unos minutos de la hora señalada. Entró otro hombre más que se dejó la puerta abierta, aunque nadie se movió para volver a cerrarla. La habitación quedaba así algo mejor iluminada y me distraje mirando hacia la parte de la tienda.
Una mujer madura de cabellos rizados y rubios, que imaginé que podría ser la dueña del establecimiento, estaba al otro lado. Vestía una falda de cuero rojo y una blusa negra. Saludó a alguien que acababa de traspasar el mostrador. Se colocó de perfil ante el marco de la puerta para recibir a una chica bajita y de pelo rizado.

Mis ojos se abrieron como los de un niño al desenvolver su regalo la mañana de Reyes: Era esa chica mulata de pelo rizado que me había cruzado haría un rato en la calle. Era ella misma “la Mocosa”. La chica que estaba de espaldas en la foto donde parecía mucho más pálida, completamente desnuda, con su enorme culo. La chica de la que no sabía absolutamente nada y con la que me estuve masturbando frenéticamente durante los últimos días, imaginándola realizando todas esas cosas que aseguraba, según el anuncio, que tenía tantas ganas de hacer con todos nosotros.

La chica le pidió a la mujer madura un vaso de agua mientras se abanicaba con la mano. Volvió a los pocos segundos con un vaso de plástico y se lo ofreció. Pude oírlas hablar mientras la chica le preguntaba cuantos habían venido. –Han entrado veinticinco tíos –Dijo la mujer toda risueña.
La chica abrió mucho los ojos asombrada por el éxito de la convocatoria. –No pensé que iban a venir tantos –Contestó sorprendida. Y vi que su cara reflejaba satisfacción.
Se terminó el vaso de agua y se lo devolvió a la mujer junto con su bolso. La mocosa desapareció de mi campo de visión durante uno o dos minutos que se me hicieron interminables.

Fue entonces cuando entró en la habitación donde nos encontrábamos la mayoría de nosotros y la atravesó con paso firme y la cabeza bien alta, como una Cleopatra moderna dispuesta a satisfacerse con los cuerpos de sus sirvientes.
En ese momento no me pareció tan bajita. A juzgar por esa visión podría haberte asegurado, querida tía, que ella medía más de metro ochenta, sandalias de cuña aparte.

Se metió en la siguiente sala, la de la ducha, seguida por una fila india de hombres impacientes. Por unos segundos permanecí de pie, quieto sin saber muy bien cómo reaccionar. Mis buenos modales me pedían que esperase un momento a que ella se pusiera cómoda, aunque la situación no parecía que exigiese ningún tipo de cortesía.
Pasé pues a la sala y ya me encontré a cuatro de esos hombres que la tenían acorralada contra la pared. Estos la manoseaban, le agarraban por sus abultadas mejillas para besarla en la boca mientras ella se iba desnudando como podía, dejando su ropa en el suelo.
La Mocosa se encontraba de puntillas, pegada a la pared, dejando que los arbustos de brazos la agarrasen del cuello, le escupieran en la cara, la abofeteasen o le apretaran los pezones sin miramientos. Hasta comenzó a abrir las piernas para permitir que nadie se quedase sin repasarla por entre los muslos.

Una vez que la chica consiguió quedarse desnuda y descalza y dejar con cuidado sus gafas encima del montón de ropa que había en el suelo, uno la agarró de los pelos y la llevó medio arrastras hasta el plato de ducha, mientras el resto de nosotros abríamos un pasillo sin apartar la vista de ella.
Distinguí al hombre de la gorra como uno de los que aprovechó que la chica pasaba para azotarle el culo sonoramente.
Ahí entendí que no se vería una actuación ordenada y con educación como si fuera un buffet libre, si no más bien como una jauría de lobos peleándose por los mejores trozos de una presa.

Se formó un corrillo alrededor de la chica, donde la mayoría se apoyaba en las dos paredes que formaban la esquina de la ducha, y un pequeño grupo de hombres, en el que yo me encontraba, que teníamos a la Mocosa de cara.

Uno de estos hombres estaba totalmente desnudo a excepción de una pequeña cartera de bandolera que le cruzaba el pecho y unas sandalias de plástico de esas que se usan en la piscina. Este hombre en concreto, completamente depilado, que no pasaba del metro setenta, tenía una pinta realmente cómica. Parecía algo absorto y no sabía muy bien dónde colocarse. Era como si a un pobre nadador lo hubiera teletransportado desde su vestuario hasta esa sala donde no paraban de vejar a una chica. Si hubieras estado ahí para verlo, Ainhoa, te hubieras muerto de la risa.

Volviendo a lo que nos ocupa, el resto de hombres se encargaban de azotar con rabia sus nalgas mientras ella gritaba, o alguien la agarraba del cuello para estrangularla unos segundos mientras le follaba la boca. Discúlpame si a partir de este punto mi vocabulario se vuelve algo más grosero de lo que es habitual en mí, pero comprenderás que la ocasión lo merece.

Apoyado contra la pared opuesta a mí estaba el tipo de la gorra, que de vez en cuando soltaba algún comentario en voz alta: “Así, así, dale bien a esa puta“, “que se entere“, “venga, que hay para todos”. Si hubiese podido lo hubiera sacado de la sala por distraerme del espectáculo con sus comentarios. Por suerte no tardó en darle alguien un frasquito de color marrón, con la obertura tapada con el pulgar y que se iban pasando de mano en mano para aspirar un poco. Eso hizo que se calmara un poco.

Yo no apartaba los ojos de ella ni de cómo soportaba cada guantazo, cómo tragaba la saliva que le echaban dentro de su boca, la forma en que mordían o retorcían sus pezones… Y todo ello cerrando los ojos y sonriendo de satisfacción como nunca había visto hacerlo en persona a otra mujer. Aunque también es cierto que no gozo de gran experiencia y esa era la primera vez que presenciaba una sesión de sexo en grupo.

Había quien ya se ponía el condón y se colocaba detrás de ella para agarrarla del culo y follarla sin contemplaciones, agarrándola del pelo con fuerza, mientras la Mocosa echaba la cabeza hacia atrás y gritaba. Otros se contentaban untándole de vaselina el ano y metiéndole un dedo o dos poco a poco observando cómo esta reaccionaba.

Un hombre calvo, completamente desnudo, grande y fuerte, con una buena mata de pelo en el pecho, la agarró de los pelos, y poniéndose de espaldas, le ordenó que le lamiese el ano. Ella sin rechistar le separó las nalgas con las manos y hundió la cara contra su culo.
El calvo, que parecía un gorila musculoso, cerraba los ojos con fuerza de cara a mí y se agarró la polla, bastante grande por cierto, para masturbarse con una mano mientras que con la otra no soltaba la cabeza de la chica.
Al rato, el hombre grande y fuerte, esa bestia parda, se dio la vuelta y le metió la polla en la boca mientras otro la masturbaba a ella. El mostrenco la tenía agarrada por el mentón y la nuca y no paró hasta que la nariz de ella quedó pegada a su pubis, y así estuvo unos segundos taladrándole la garganta hasta que se corrió, a juzgar por el tembleque que le dio en las piernas. Eso supuse, ya que ni una gota de semen salió de la boca de la muchacha. Como premio, ella recibió un escupitajo entre los ojos y dos sonoras bofetadas que le cruzaron la cara de lado a lado.

Otros hombres iban pasando, algunos también desnudos, otros solamente sin camiseta y la bragueta abierta… Todos ellos procuraban utilizar la boca de la Mocosa para descargarse dentro de esta y retirarse. No pienses, querida tía, que la pobre muchacha dejaba de recibir azotes, y pellizcos mientras todo esto sucedía, pues cuando algún hombre se apartaba, rápidamente otro ocupaba su lugar para poder manosear sus generosas carnes.

Al rato volví a ver al hombre que se había encargado de dilatar el culo de la chica y tras ponerse un condón, comenzó a introducirle la polla poco a poco, teniendo cuidado de no hacerlo con brusquedad, tal y como le exigía ella. Pues aunque la Mocosa permitía cualquiera de las vejaciones e insultos que recibía, todos tenían muy claro que ella estaba al mando y no iba a pasar nada que no quisiera que pasase.

Para demostrarte esto con otro ejemplo más, el hombre ridículo de la bandolera y las sandalias fue a colocarle en la boca su polla pequeña y algo torcida; y por encima de los murmullos y los azotes pude escuchar la voz de la Mocosa diciéndole a este “ni de coña, pírate”. Imaginé que o bien el miembro no era del gusto de la chica mulata o bien el hombre no dio muestras de una buena higiene. Esto me alegró soberanamente, pues yo ya comenzaba a tener ganas de desabrocharme el pantalón y enseñarle mi polla erecta, perfectamente limpia, depilada y con un suave olor a jabón.

Observé como el hombre en chanclas se metía entristecido al cuarto de baño y miré de forma discreta cómo se masturbaba en silencio de espaldas al resto. Casi me eché a reír con esa escena, aunque ahora me sienta mal por ese pobre hombre.

La boca y las mejillas de la Mocosa brillaban gracias a una fina capa, mezcla de semen y saliva, ya fuera propia o ajena, que le daba un aspecto precioso a su cara. He de decir que no derramó ni una sola lágrima por mucho que abusasen de ella, por mucho que esos hombres azotasen con furia su culo o la atragantasen hasta la asfixia.
Ella no fingía, simplemente disfrutaba. Se dejaba hacer. Gritaba, sí, pero no notaba dolor o miedo en esos gritos sino liberación. Como cuando gritas al bajar a toda velocidad subida en una montaña rusa.

La follaba uno tras otro mientras yo comenzaba ya a agarrarme con fuerza el paquete. Me encontraba frente a ella y de vez en cuando nos mirábamos.
Estaba preciosa, ya fuera a cuatro patas o de rodillas, recibiendo todas aquellas pollas.
La adoraba.
Yo sonreía visiblemente cuando me miraba aunque ella tuviera la mente en otro lugar. Imaginé que se encontraba en una especie de trance producido por tanto dolor y placer entremezclado.

No quise perder más tiempo y me desabroché el cinturón. Después me abrí los botones de la bragueta y me saqué mi limpia polla de los boxers blancos de algodón. Me masturbé despacio y avancé unos pasos hasta su cara que se iba balanceando por las terribles embestidas de algún hombre desnudo que tenía detrás.
En ese momento, Ainhoa, recuerdo perfectamente que ella misma relajó toda su cara de repente y sonrió al encontrarse con mi polla. Sentí que realmente le gustaba tener ese miembro duro delante de ella durante un segundo, justo antes de metérselo entero en la boca.
Se tragó mi polla sin miramientos con total facilidad, cosa que no me sorprendió en absoluto. Si bien tú sabes que mi miembro no es precisamente pequeño, yo tenía claro que esa chica había comido pollas mucho más grandes y amenazadoras que esa.  Noté todo mi rabo dentro de su boca y todavía sobraba espacio para que ella resbalase su lengua por dentro. Fue una sensación increíble. Para mí era como si la misma Reina de Saba con su tocado de plumas me estuviera absorbiendo toda mi fuerza, haciéndome parecer un quinceañero virgen. Yo no tenía ningún control sobre ella. Era ella misma la que se atragantaba adrede abriendo aún más la boca y pasando la punta de su lengua por mis huevos suaves y perfectamente depilados. Se incorporó un poco para agarrarme por los muslos y yo le coloqué las manos en mi culo, pues quería que me metiera mano bien.
Sus labios llegaban hasta el corto vello de mi pubis cada vez que se venía hacia mí y yo me deleitaba acariciando la piel de sus brazos y más tarde manoseando por fin sus grandes y redondos pechos.

Notaba su boca cálida y llena de líquido, aunque no tenía claro si se debía a su destreza chupando pollas o porque notaba aún los restos del semen caliente que había dejado ahí el anterior inquilino. Me daba igual, pues era una sensación que todavía aún recuerdo con placer y hace que me empalme de inmediato cada vez que pienso en ella.

Quizá en ese rato otros aprovechaban para masturbarla o follarla poniéndose un condón, pero no lo tengo claro. A partir de ese punto todo el recuerdo que tengo se vuelve borroso y el rato que no pasaba con los ojos cerrados y gimiendo, lo ocupaba mirándola directamente a ella deseando que me devolviese la mirada clavando sus ojos de color miel sobre los míos.
El interior de mi polla burbujeaba y odiándome por tener que correrme, no pude más que dejarme llevar y sentir como un litro de leche caliente llenaba la boca de la Mocosa.

Me estremecí soltando todo lo que llevaba guardándome durante días solo para ella, acariciándole su pelo rizado, de un tacto que se me antojaba como la lana virgen. No se la saqué de su boca, ni ella me metió prisa, hasta no sentir que me había vaciado del todo.
Retiré mi miembro abultado pero algo menos duro, poco a poco, disfrutando de esos escasos segundos de placer después del orgasmo mientras ella tragaba todo lo que pude darle.
Justo al sacar ya la punta, mi polla saltó hacia atrás como un trampolín y una gota de líquido manchó mi camiseta blanca.

He de admitir al contarte esto, que ahora me arrepiento de no haberla besado en la boca, pero toda muestra de afecto que di fue una gran sonrisa y una mirada con los ojos entrecerrados.
Me retiré intentando recobrar la respiración mientras volvía a guardar mi polla húmeda por su saliva y me abroché el pantalón.

Me quedé un rato más mirando como otros tomaban de prestado su boca, su coño o su culo, pero mi libido quedó tan satisfecho que era como seguir viendo comer a otros cuando uno ya está lleno.
Seguían sonando los azotes, los gritos y las obscenidades cuando me metí en el cuarto de baño para lavarme las manos. El pene por supuesto que no me lo lavé ahí tal y como me prometí a mí mismo hacía un rato.
Al salir, no quise interrumpir el goce de la chica y tuve que marcharme sin despedirme de ella, cosa que me hubiera encantado.

Pasé a la antesala donde se encontraba el hombre de detrás de la barra, del cuál si me despedí más por educación que por afecto. Abrí la puerta que daba a la tienda y sonriendo, le pedí a la dependienta que me devolviese la mochila que le había dejado. También me despedí de ella deseándole una buena tarde. Atravesé el largo pasillo mal iluminado como si no tocara el suelo y al salir a la calle, la luz de la tarde me deslumbró los ojos.
Caminé hasta la moto, contento de poder pasear unas pocas manzanas para poder encenderme un cigarrillo y temblar a gusto repasando todo lo que había ocurrido.
Conduje la moto sin ninguna prisa hasta casa preguntándome si volvería a ver a esa chica. Si me la encontraría de forma casual en mi universidad o en una tienda, por ejemplo.
 ¿Me atrevería a saludarla y recordarle dónde nos conocimos? ¿Se acordaría de mí siquiera? Eso no parecía nada probable.

Pensé en ella durante todo el trayecto, imaginando si todavía estaría encadenando orgasmos uno tras otro o si se masturbaría en la ducha al terminar cuando se quedase a solas. Mantuve una dolorosa erección sobre el caliente asiento de la moto, sintiendo como mis testículos vibraban por culpa del motor.
Esa misma noche me masturbé tres veces antes de conseguir dormirme pensando en algo que me excitaba y me resultaba sórdido a partes iguales.

Querida tía Ainhoa, no sabes lo liberador que ha sido para mí contarte todo esto. Agradezco tu atención y espero que tú también te hayas podido excitar leyendo mi carta.
Sin más que añadir, me despido con besos que puedas devolverme cuando vaya a verte en vacaciones.


PD: He de confesarte, pues sé que te gustará saberlo, que he llegado a tener que parar de escribir esta carta para poder masturbarme, pues no he podido evitarlo.

*


He leído esta historia del puño y letra de mi sobrino más de una docena de veces y siempre he terminado en la ducha dando gracias por la manguera flexible.


1 comentario:

  1. Joder, Ainhoa... queremos saber más de lo que haces con tu sobrino.

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